Piedad de Rondanini (1564) |
Escapar al momento final, a cualquier final de todos los ciclos que vive el hombre durante su vida, incluso llegar al final de la misma produce miedo, un miedo que tiene que ver con acabar, con llegar al final de un camino que se ha caminado seguro, aunque no se sepa adónde lleva. Sin embargo, Miguel Ángel siempre supo los finales de sus esculturas: desde que veía un bloque de mármol sabía exactamente lo que había en él, lo que debía ser revelado, no importa en realidad si lo hacía para sí mismo o para los demás.
Los dedos estaban ahí, la cabeza estaba ahí cuando empezaba la obra, sin darle descanso, manteniendo el pulso como un hombre lo debe mantener al tomar una espada o un fusil para sobrevivir, para cazar, pero este hombre solo trabajaba en la perfección, ni siquiera en la perfección de sí mismo, sino en la que le era impuesta por la divinidad, sea cual sea.
La misma divinidad era la que guiaba la mano, como si de una profecía ya escrita en el seno de la piedra se tratara y él fuera el encargado de escribirla, pero no con su propia redacción, sino siguiendo las líneas que ya habían sido marcadas, como si fuera un niño que debe apretar el pulso para marcar todo aquello que debe aprender al escribir, al sumar, al dibujar. Miguel Ángel, no obstante, no aprendía nada, simplemente estaba atrapado por la forma primero, y luego por una imagen completa, y a ella se dedicaba, en ella depositaba todo.
Hablar de todo lo que acabó así no tiene sentido. Hablar de todo aquello que lo hizo trascender, que llega hasta nosotros, es una cuestión de mera formalidad arqueológica. Más vale estar de pie junto a todo aquello que destruyó o que no acabó, porque ahí está todo lo que no sabemos de él, está puesta toda su pasión y la voluntad de tratar de acabar algo que no acabó. Ahí no vale la disciplina, como si fuera una droga que nos permite y obliga a vivir. Este no es un soldado que obedece a lo que algo o alguien le ordena. Es lo contrario exactamente. Es trabajar sobre la base de la no supervivencia, es dejarse matar un poco por ver que otra cosa se entrega, es como si nosotros moldeáramos el barro y le diésemos vida, un poco de nuestra vida cada vez, para que pudiera mantenerse solo en el tiempo. Así, por lo tanto, es nuestra voluntad morirnos un poco o totalmente para que la pintura, tinta o mármol se mantengan en el tiempo.
Pero dónde está la voluntad en aquello inacabado. Está en no acabarlo, porque se hace innecesario para la pasión, se hace innecesario para la voluntad alentada por esta pasión. No es un mero acto de disciplina el acabarla.
El hombre que empezó a pulir una piedad florentina para luego destruirla, responde que una de las razones para su destrucción era “porque su criado le había importunado con sus sermones diarios para que la terminara y otra porque se había roto una pieza del brazo de la Virgen. Y todo esto, dijo, así como otras desgracias, incluyendo el descubrimiento de una grieta en el mármol, le habían hecho odiar la obra, había perdido la paciencia y la había roto” (1) . Y es que los esfuerzos siguieron quizás más allá de su propia voluntad, dejando la mano antes a la disciplina, para ver destruido todo por culpa de ella, y siguiendo su voluntad, la destruyó.
Lo mismo ocurre con los esclavos o prisioneros inacabados para la tumba del Papa Julio II, pero modelados hasta el punto que parecen salir, emerger de la roca pero a la vez contenidos, prisioneros por el propio escultor para nunca emerger del lugar donde pertenecen. Quizás ellos también están junto a Caronte, como en la Capilla Sixtina, hombres condenados a tratar de escapar del lugar adonde pertenecen, del que son parte, pero, a la vez, obligados a permanecer ahí, y aunque su esfuerzo sea enorme les es imposible ascender hasta el lugar donde deben/quieren llegar. Es por lo mismo que estas esculturas parecen más humanas, como si no pudieran despegarse de su propia expresividad, de su propia humanidad. Las demás obras del escultor italiano, las acabadas, son o parecen ser casi perfectas, divinas si se quiere (lo llamaban el divino), son los pasos que se siguen en el mármol, desde el infierno al purgatorio para llegar al paraíso, acabando al hombre en su completitud, como obra.
En todas las inacabadas quiso llegar a la perfección y quiso poner un soplo de su propia vida, y a pesar de no terminarlas lo hizo, invirtió y entregó vida, se deshizo de algo de él para luego destruirlo. Es como si todas las manos rotas, los cayos más endurecidos por esta obra, las noches sin dormir, el hambre, el frío y el cansancio no hubiesen servido a nada más que a la destrucción de sí mismo o de una parte de sí, y si es así, entonces sigue primando la voluntad y la pasión. O tal vez el logro de su perfección sea justamente entregarle el soplo de aquello que él mismo era: autorretratos más sencillos, más iguales a él.
Puede que también la Piedad de Rondanini haya tenido esa pequeña perfección de lo que nunca acabo, sin embargo no podemos saber, sobre todo en esta, si fue en realidad su voluntad, si logró a pesar de todo llevar al punto culmine su obra pero sin esa presentación formal que requieren las obras terminadas o el olvido que la voluntad impone a las obras inacabadas.
Entonces las estatuas lloran la muerte del redentor en todas las piedades, pero en esta una madre inacabada llora a su hijo inacabado, juntos, tratando ella de que su hijo muerto no caiga bajo sus pies. No logramos ver claramente la tristeza en su cara, no logramos ver tampoco la expresión de la muerte de cristo en el rostro, pero entendemos que más allá de esta forma inconclusa hay algo que se muestra por completo aunque sin acabar. Ahí están marcadas las manos de un hombre muerto hace más de cuatrocientos años y su voluntad.
(1) R. Hodson (2000) p. 110
(Fine)