Entiéndanme, no es que yo hubiese querido que se muriera y menos matarla, porque seguro que se iba a morir de todas formas. Mal que bien, a todos nos llega la hora.
Yo la odiaba, la odiaba profundamente. Quizás porque ella parecía una caricatura de sí misma: usaba un peinado alto y se paseaba con él por todas partes, un peinado que se nota entre toda la gente, y a pesar de estar desaliñado tenía un toque elegante. Se adornaba con poco además del peinado, con poca carne y con poco encanto, o más bien con un encanto agrio, a lo que sumaba algunos collares y varios tatuajes, demarcados por su rimel, delineador y/o pestañas postizas. Era un palo con voz de hierro, una rama frágil que por lo mismo suena duro. Así al fin y al cabo quedaba desnuda de todo. Ella por ella era nada. No nadie, sino nada.
Entiéndanme, yo de verdad quería su música, la amaba profundamente y me duele que ya no esté –de hecho acabo de borrar todos los discos que tenía de ella, porque para mi su música no existe, desapareció con ella-. El problema, creo, está en su figura de lisiada que lloraba en escena, la rama cantaba y se quebraba, y eso me generaba impotencia: tanto llorar para nada.
Entonces se tenía que morir, debía desaparecer como polvo, porque, como dice Johnny Quid, más valía muerta que viva –no como monedas necesariamente-. Como algunos forajidos del Salvaje Oeste, Salvaje. Ahora todos corren tras sus discos, todos lloran a la Diva, pero no porque haya desaparecido su música, sino porque ya no tienen para apuntarla y decir “ahí voy yo”; porque ya no pueden tener tampoco un pedazo de ella; “pobrecita, tanto sufrió”. Luego todos la vuelven hijo y empiezan los rumores de su resurrección. Después todos compran sus discos con un sentimiento entre Judas y Poncio Pilatos, pero sin árbol del que colgarse, ni agua y jabón, se asumen a sí mismos como versiones asépticas de estos personajes.
Quienes realmente la odiamos, borramos su música –por más que hayamos amado esta última-; borramos sus imágenes de nuestros discos duros; vamos a dejar que muera tranquila y en el olvido, porque si no aliviamos su dolor en vida, si solo la usamos para aliviarnos nosotros, no tenemos derecho a sacrificarla por nuestros pecados.
Todo porque yo la odio de verdad y no me disfrazo de oveja llorando la carne muerta, rogando que se resucite a sí misma para seguir fagocitando su espíritu santo.
Esto es para terminar de matar a AMY y no para llorar habiendo ayudado a matarla. Lágrimas de cocodrilo.
La mejor forma de guardar su música y su recuerdo es olvidarla por completo.
Yo la odiaba, la odiaba profundamente. Quizás porque ella parecía una caricatura de sí misma: usaba un peinado alto y se paseaba con él por todas partes, un peinado que se nota entre toda la gente, y a pesar de estar desaliñado tenía un toque elegante. Se adornaba con poco además del peinado, con poca carne y con poco encanto, o más bien con un encanto agrio, a lo que sumaba algunos collares y varios tatuajes, demarcados por su rimel, delineador y/o pestañas postizas. Era un palo con voz de hierro, una rama frágil que por lo mismo suena duro. Así al fin y al cabo quedaba desnuda de todo. Ella por ella era nada. No nadie, sino nada.
Entiéndanme, yo de verdad quería su música, la amaba profundamente y me duele que ya no esté –de hecho acabo de borrar todos los discos que tenía de ella, porque para mi su música no existe, desapareció con ella-. El problema, creo, está en su figura de lisiada que lloraba en escena, la rama cantaba y se quebraba, y eso me generaba impotencia: tanto llorar para nada.
Entonces se tenía que morir, debía desaparecer como polvo, porque, como dice Johnny Quid, más valía muerta que viva –no como monedas necesariamente-. Como algunos forajidos del Salvaje Oeste, Salvaje. Ahora todos corren tras sus discos, todos lloran a la Diva, pero no porque haya desaparecido su música, sino porque ya no tienen para apuntarla y decir “ahí voy yo”; porque ya no pueden tener tampoco un pedazo de ella; “pobrecita, tanto sufrió”. Luego todos la vuelven hijo y empiezan los rumores de su resurrección. Después todos compran sus discos con un sentimiento entre Judas y Poncio Pilatos, pero sin árbol del que colgarse, ni agua y jabón, se asumen a sí mismos como versiones asépticas de estos personajes.
Quienes realmente la odiamos, borramos su música –por más que hayamos amado esta última-; borramos sus imágenes de nuestros discos duros; vamos a dejar que muera tranquila y en el olvido, porque si no aliviamos su dolor en vida, si solo la usamos para aliviarnos nosotros, no tenemos derecho a sacrificarla por nuestros pecados.
Todo porque yo la odio de verdad y no me disfrazo de oveja llorando la carne muerta, rogando que se resucite a sí misma para seguir fagocitando su espíritu santo.
Esto es para terminar de matar a AMY y no para llorar habiendo ayudado a matarla. Lágrimas de cocodrilo.
La mejor forma de guardar su música y su recuerdo es olvidarla por completo.